Acabo de tener una conversación telefónica con un amigo al que quiero muchísimo, y que está sumamente triste porque su novio le ha dejado, por segunda vez. En estos casos nunca sé qué decir (pues lo de dar consejos no va demasiado conmigo), por lo que acostumbro a echar mano de algún recuerdo o historia. Ahí va esta:
Hace tiempo, yo me sentí igual cuando un gran amor me abandonó. Lloraba desconsolada en el regazo de mi abuela, con el firme convencimiento de que jamás sería tan feliz. Ella me dejó llorar, mientras me acariciaba con sus manitas retorcidas por la edad.
—No hay nada peor en la vida que tener el corazón destrozado —sollocé.
Mi abuela me apartó el pelo de la cara.
—Oh, sí que lo hay.
Levanté la cabeza y le lancé mi peor mirada. Odiaba aquella petulancia suya de quien cree saberlo todo porque ha vivido más años; sobre todo cuando, como en aquella ocasión, el dolor lacerante se asemejaba a un millar de puñales ardientes clavados en el mismo centro del pecho (sí bueno, ahora parece exageración, o grandilocuencia, pero en aquel momento expresaba a la perfección el grado de mi tristeza).
—¿Qué puede haber, dime? — le pregunté enfadada—. ¿Qué cosa puede ser peor que que te partan el corazón?
—Que no te lo partan.
Sorbiendo por la nariz, le presté toda mi atención.
—¿Te imaginas llegar al final de tus días con un corazón sin estrenar? –Chasqueó la lengua y me empujó de nuevo la cabeza hasta su regazo—. No debe haber peor cosa que morirse con el corazón intacto.
Ahora sé que el tiempo es mucho mejor bálsamo que las palabras de una sabia, pero desde aquí os digo, mis amados corazones magullados: levantaos, arreglad el desperfecto con alguna tirita, y preparaos para la próxima batalla. Porque no debe haber peor cosa en la vida que morirse con el corazón intacto.