Páginas

EL ESPÍRITU DEL FARO

          El faro se erigió a finales de la década de los setenta, aunque no comenzó a funcionar hasta mediados de los ochenta. Los acantilados recortados, además de un clima brumoso y cambiante, hicieron necesaria esta luz en una costa que poseía la terrible distinción de una cuantiosa cifra de naufragios. Mi casa se encuentra a tan solo unos metros de él y desde siempre recuerdo su haz protector sobrevolando nuestro cielo en las noches oscuras.
Es muy curioso lo que me ocurre con este lugar, porque desde niña ha ejercido una extraña atracción sobre mí. Es mi templo particular. Aquí acudo en busca de consejo cuando necesito tomar alguna decisión importante, a llorar una pena, o a celebrar algún éxito. Con muy corta edad me escapaba al faro siempre que podía, lo que no dejaba de preocupar a mi familia: porque me aproximaba sola al borde de un acantilado; y por los numerosos peligros que una niña pequeña y sola ha corrido desde siempre. Creo que ese fue el motivo por el que mi abuela me agarró un día y me contó una historia. Según ella, durante la construcción del faro habían traído a una cuadrilla de obreros negros (con este último dato solo pretendía asustarme, pero léase esta parte con la mentalidad de una anciana con todo su racismo, su machismo y los demás –ismos propios de su tiempo y educación). Uno de aquellos hombres se cayó de los andamios y murió en el acto. Desde entonces, según mi abuela, su espíritu rondaría el faro para siempre. Mi familia pronto descubrió que los espíritus me producían más curiosidad que miedo, por lo que decidieron pasar al cuento del hombre del saco, y ese sí les dio resultado: pues las personas siempre me han asustado más que las almas. No obstante, el faro no dejó de ofrecerme consuelo cuando lo necesitaba.
          Mucho tiempo después, cuando me tocó investigar los motivos de su construcción para mi segundo libro de etnografía, revisé los documentos de la edificación con curiosidad pericial, mientras aquella historia de mi abuela rondaba en mi mente. Miré contratos de obra, planos de construcción, y cuanto expediente me envió la Autoridad Portuaria. Pero entre aquella información no hallé nada acerca de ningún accidente laboral, ni ninguna muerte. Reconozco que mi curiosidad no estaba tan relacionada con desmontar la historia de mi abuela, como con averiguar el nombre y la biografía del hombre que había dejado allí su vida. Deseaba saber quién era; quizá un muchacho que no hacía mucho se despidiera de sus padres en su Cabo Verde natal, con la esperanza de un viaje hacia una vida mejor. Un hombre que desconocía que su destino le llevaba al frío norte, donde la muerte le sorprendería construyendo un faro que guiaría el peligroso camino de los navegantes. 
          Sin embargo, pese a mis concienzudas pesquisas, no averigüé nada, y terminé deduciendo que todo había sido fruto de la imaginación de mi abuela. Aunque también puedo deciros que durante todos los años que creí en aquella historia jamás sentí miedo, ni desasosiego. Puede que alguna vez muriera en el faro un hombre de piel negra, pero os aseguro que no hay un atisbo de oscuridad en el espíritu que allí habita. Tal vez por ese motivo las personas que acudimos al lugar solo encontramos una luz sanadora que nos apacigua el alma.