Él era un hombre
afortunado, de esos a los que Dios ha regalado una hermosa apariencia y una
inteligencia sobresaliente, que armonizaban a la perfección con su simpatía y
amabilidad.
Yo siempre me he considerado tímida: en las
reuniones acostumbro a pasar desapercibida porque prefiero escuchar; he
conseguido hablar en público con un mínimo de coherencia tras largas sesiones
de entrenamiento, y si por alguna circunstancia ajena a mí me convierto en el
centro de atención tengo tendencia a sonrojarme, tropezarme, o incluso a tirar
cosas.
Por eso cuando
aquella noche de verano él atravesó la pista para sacarme a bailar, sólo pude
pensar en no hacerle mucho daño.
La música cambió y sonó una canción de Juan
Luis Guerra. Sin soltar mi mano me tomó por la cintura y comenzamos a movernos
entre las otras parejas.
Era una canción bonita, aunque yo apenas escuchaba, tratando de sonreír y no pisarle. Él bailaba, yo tropezaba con más o menos ritmo.
Era una canción bonita, aunque yo apenas escuchaba, tratando de sonreír y no pisarle. Él bailaba, yo tropezaba con más o menos ritmo.
Cuando la canción
terminó se inclinó para que le escuchara invitarme a una copa. Mi mano todavía
descansaba en la de él, y su aliento me hizo cosquillas en la mejilla. De estos
detalles no fui consciente en el momento, sino horas después, mientras
descubría el número exacto de grietas que atravesaban el techo de mi habitación.
Por supuesto, dije que no a aquella copa.
Los distintos empleos terminaron por deshacer
el grupo de amigos, y sólo volví a verlo en un par de ocasiones antes de
marcharme.
Casi no logro recordar el color de sus ojos,
pero lo que nunca olvidaré es la forma en que me miraban mientras sus labios
tarareaban el estribillo de aquella canción: “Si tú no bailas conmigo, prefiero
no bailar”