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HISTORIA DE UNA FOTO

    
      Mi mejor amiga y yo dábamos un paseo hasta nuestro faro. Ella se marchaba lejos al día siguiente, y quería llevarse unas fotos del lugar para cuando la asaltase la morriña. Cuesta despedirse de los sitios por los que ha transcurrido parte de nuestro camino. 
     Hacía algunos días, mientras un grupo de amigas conversábamos frente a una humeante taza de café, ella me preguntó: “Quisiera saber adónde vas cuando te quedas así”. La miré extrañada “Así, ¿cómo?”. “Es como una especie de trance; tu cuerpo sigue con nosotros, pero tu mente está volando muy lejos”. “No lo sé”, respondí. 
     Justo después de disparar la cámara me tocó el brazo. “¿Quieres irte ya?”, dije sorprendida, girándome hacia ella. Hacía poco que habíamos llegado (o, por lo menos, a mí me parecía poco). Negó con la cabeza y me mostró la pantalla de la cámara. Era mi perfil. Apoyada en la barandilla del faro, el viento del norte me revolvía el pelo mientras miraba al horizonte con mi eterna aura melancólica, la cual acarreo ya con la misma resignación que cualquier otro rasgo genético.
     “A esto me refería el otro día, ¿qué piensas cuando estás así?”, preguntó, antes de añadir con una sonrisa. “¿En la necesidad de que el bien prevalezca sobre el mal y la importancia de los finales felices, o quizás en lo que pasa después de que el príncipe mata al dragón y comienza a vivir con la princesa, mientras ambos son devorados por la rutina…?”. La escuché pacientemente enumerar con ironía los argumentos de nuestras últimas charlas. Suspirando, negué con la cabeza. “No, en realidad pensaba en tus nuevos horizontes. En toda la suerte que te deseo. Y en lo mucho que te vamos a echar de menos” La ironía de su sonrisa fue sustituida por ternura, y el brillo de las lágrimas licuó su mirada. Entonces me abrazó “Yo también os voy a echar mucho de menos”.
      Permanecimos abrazadas durante algunos minutos más, tiempo suficiente para que el sol tocara la línea del horizonte y comenzara el ocaso. Nuestro faro se encendió de repente, proyectando su potente luz y alejando la inminente oscuridad. Las dos miramos hacia arriba y sonreímos. Decidimos volver al pueblo y el brillante resplandor iluminó nuestro camino de regreso.
     “Aquel era un buen presagio, un magnífico presagio”. En eso pensaba, mientras regresábamos a casa.

¿LOCOS O CUERDOS?

Cerca de donde vivo hay una ciudad grande. Allí vive una mujer que todo el mundo dice que está loca. No sé mucho de ella. Tendrá unos sesenta años y pasa el día caminando de un lado a otro. Arrastra un carro de supermercado repleto de cosas, vestida con toda la ropa que posee.
     El otro día quedé con una amiga que vive frente a la playa. Llamé a su casa pero, como todavía no había llegado, me senté a esperarla en un banco. Entonces vi a la anciana acercarse por el paseo marítimo. Se detuvo frente a mí y me miró. “Estás en mi banco”, me dijo. Me pilló desprevenida. “Lo siento”, respondí levantándome. Se sentó y me observó durante unos segundos. “Puedes sentarte, que no muerdo”. Comprobé que en la casa de mi amiga todavía no había señales de ella.
      “¿Quieres ver una cosa?”, preguntó la anciana. Asintiendo me acomodé a su lado. Introdujo la mano entre la multitud de capas de ropa y sacó una especie de catalejo. Me lo tendió, y yo miré a través de la lente. Sorprendida giré aquel cacharro; una explosión de colores y formas surgieron ante mí. No era un catalejo, sino un caleidoscopio. Después de un rato se lo devolví sonriendo. Lo volvió a guardar y se marchó. Cuando ya estaba lejos se giró. “¿Por qué no podremos volar?”, me gritó. Me encogí de hombros, y ella continuó su camino.
     Se lo conté a mi amiga mientras preparaba café. Ella me miró y le restó importancia con un gesto de la mano. “Está loca”
    Ahora lo comparto porque en el fondo, algo me dice que está más cuerda que todos nosotros.